Situada en un barrio periférico de la ciudad, convivían en ella edificios de gran altura, hijos de los desmanes urbanísticos de los primeros setenta, con viviendas unifamiliares que en su día debieron pertenecer a agricultores o pequeños artesanos. Ese gran contraste, lejos de donar al paisaje un aire pintoresco, enfatizaba la sensación de desorden.
Era una calle oscura, estrecha y mal asfaltada. Como los bloques carecían de garajes sus laterales aparecían repletos de coches aparcados. Tan cubiertos de polvo estaban, que se podría pensar que habían sido abandonados y, a juzgar por sus matrículas, que todos eran de segunda mano. Lo angosto de las aceras obligaba a los peatones a caminar por la calzada y no era extraño observar a las señoras con sus carros de la compra ir sorteando los baches. Tan solo un árbol saltaba a la vista, un viejo algarrobo. Asomaba famélico por encima de una tapia y sus vainas maduras caían sobre la acera y el techo de los vehículos aparcados.
Un sol tibio y condescendiente, despabilaba la calle cada mañana, cuando la mayor parte de sus residentes habían huido al trabajo. Pero pasados unos minutos, volvía a sumirse en la sombra para el resto del día. Era una calle fresca. Al atardecer una luz ya cansada y mortecina doblaba la esquina por el otro lado y sonrojaba con sus rayos ventanas y ladrillos, delatando todo tipo de imperfecciones en las fachadas.
Era inevitable que el visitante accidental, al contemplar aquel panorama, identificase sin vacilar la cara de la pobreza y el abandono. Elevar la vista al cielo tampoco aliviaba la sensación de penuria, decenas de tendedores, manojos de cables y antenas parabólicas salpicaban los muros como impurezas propias de la indigencia.
Sin duda, la mayor parte de aquellas modestas viviendas estaban habitadas por gente sencilla y trabajadora venida de los pueblos a la ciudad en busca de mejor vida. Seguro que era así. Sin embargo, más allá de cualquier consideración conmovedora, cuando yo pasaba por allí, camino del taller donde me guardaban la moto, sólo veía la miseria y la fealdad de un entorno que se me antojaba dejado de la mano de Dios.
En uno de los portales de aquel árido e inhóspito rincón de la ciudad por el que todo el mundo iba de paso, vivía Verónica. Una joven cuya belleza y encanto colisionaba de manera abrupta con aquel medio hostil.
Vero no había nacido para pasar inadvertida. Allí donde fuera, emergía como una amapola en medio de un trigal, imponente, simpática y seductora. Su magnetismo era capaz de trastocar todo tipo de órdenes por muy asentados que estuvieran. Daba igual que se encontrara en clase, por los pasillos o en la barra de un bar. Para localizarla no había más que seguir la estela de las miradas. Especialmente las de los varones. Entre sus admiradoras, despertaba envidia y odio a partes iguales.
Como buen mediocre, yo no podía dejar de reparar en aquel fenómeno de la naturaleza que alteraba de manera tan imperativa el medio que yo habitaba. Pero, siendo sincero, la veía demasiado para mí, fuera de mi alcance. Por otro lado, me parecía ridículo tratar de abrirme paso entre aquella cohorte de abejorros que la rodeaban, intentando libar una mirada, una sonrisa o un efluvio de aquel perfume arrebatador cuyo nombre nadie lograba identificar. Como es lógico, Vero no era ajena a las turbulencias que desataba, aunque a veces llegué a captarle alguna mirada de hastío.
Una mañana la sorprendí en un rincón del Campus charlando con Guillermo. Lo hacían amistosamente, como si entre ambos mediara algún tipo de confianza. Ella vestía con la sencillez de siempre, tejanos y un polo de color verde muy ajustado con el cuello levantado. Esta sencillez en el vestir realzaba su figura, contagiaba de naturalidad sus gestos y la volvía más hipnótica. Él, no sé qué ropa llevaba. Me faltó tiempo para interrogarle cuando, minutos más tarde, ya en clase, se sentó a mi lado.
Guillermo era uno de mis mejores amigos de la universidad, nos habíamos conocido en Primero y no tardamos en congeniar. Compartíamos buena parte de nuestro tiempo.
-Te he visto hace un rato hablando con mucha desenvoltura con la morena de pelo corto. La que lleva el cuello del polo levantado.
-¿Te refieres a Vero?
-No sé cómo se llama, la que está siempre rodeada de moscones.
-Sí, es Vero
-¿Se puede saber de qué la conoces?
-Por casualidad, su padre y el mío trabajan en la misma empresa. Alguna vez han coincidido nuestras familias en el Pirineo y hemos compartido mesa. Tenemos algo de confianza, pero eso es todo.
-Me la podías presentar –le dije. Así acorto camino y me ahorro todo el ritual de gracias y gansadas propias del acercamiento.
Guillermo, que era lo más parecido a un profesional en lo concerniente a mujeres, me sugirió que fuera a su encuentro lejos del hábitat universitario. Que buscase un momento singular. Acto seguido, me anotó su dirección en un papel.
– ¿Qué…?
Cuando vi donde vivía, no me lo podía creer, no me encajaba para nada. Un auténtico mirlo blanco en aquel nido tan indigno y vulgar.
– ¿Qué pasa? ¿Dónde pensabas que podría vivir…? –dijo Guillermo.
-Yo qué sé…, en Beverli Hills…
Después de soltar una carcajada, Guille, me deseo suerte y me advirtió: “no es lo que parece”.
Por supuesto, estaba tan emocionado que no hice caso alguno de aquella observación. Incluso pensé, si no es lo que parece, puede que sea todavía mejor.
Dos días más tarde me planté con la Yamaha 500 frente a la puerta de su casa a las ocho y treinta de la mañana. Antes me había preocupado de que Vero me viera por el Campus en compañía de Guillermo para que retuviera mi cara.
Cuando apareció por la puerta para dirigirse a la parada del autobús, me dejé sorprender con el casco en la mano para que pudiera reconocerme. Y funcionó. Le ofrecí el otro casco y se subió a la grupa de la moto. Conduje con cuidado, mostrando toda la destreza y el dominio que tenía sobre la máquina. De vez en cuando, al detener la moto en los semáforos, me recreaba en el envolvente aroma de aquel perfume tan irresistible. A ella le gustó la experiencia. Cuando llegamos al Campus, cada uno se fue a su aula. Yo estaba, además de exultante de gozo, exaltado. Pero me cuidé muy mucho de dejar traslucir lo que sentía. Por aquel día, ya era suficiente.
Después de aquel primer y prometedor contacto, se sucedieron numerosos encuentros, unos, accidentales, otros, concertados y algunos, nada casuales. Pero pasado cierto tiempo, me di cuenta de que nuestra relación no iba a prosperar.
En lo que a mí respecta, en apenas un par de meses, nuestro vínculo pasó por diferentes fases. Al momento inicial de arrebato y servidumbre, le sucedió otro de plácido autoengaño, tras el cual se fue abriendo paso un tercero de tinte semi depresivo. El trascurso de los días fue cercenando poco a poco todas las infundadas ilusiones que mi alucinación había generado.
Mientras duró nuestra relación, por denominarla de alguna manera, desconozco los viajes que hice con la moto de aquí para allá. Le encantaba atravesar la ciudad de un lado al otro, cuando anochecía y el tráfico había decrecido. Eran los únicos momentos que podíamos estar solos, porque en cuanto echábamos pie al suelo, no sé de dónde salían, pero siempre aparecían, amigas, amigos o conocidos que daban al traste con cualquier momento de intimidad. Y no sigo. Baste decir que el contacto físico más intenso que llegamos a experimentar, tenía lugar en los semáforos cuando yo daba algún frenazo brusco y sentía sus pechos estampados contra mi espalda. Una experiencia que se me antojaba gratísima, por cierto, pero que no me salía a cuenta.
Una mañana me despertó el orgullo y me impuso una relectura de todo lo acontecido. La sensación de estar siendo utilizado e incluso, ninguneado, me resultó insoportable. De manera que decidí dar por cerrado aquel desafortunado intento de convertirme en lo que en realidad no era. Tracé un plan sencillo para ir enfriando la relación y volví a centrarme en sacar el curso adelante.
Creo que fue un viernes, entre clase y clase, cuando me crucé con una profesora recientemente incorporada al claustro y me detuvo la fragancia del perfume que llevaba. Era el mismo que usaba Vero. Estaba seguro. Me propuse averiguar su nombre y su procedencia. Mis indagaciones en un momento dado apuntaron hacia la cátedra de Medios de Comunicación. Y más concretamente hacia el titular de Recursos audiovisuales, a cuyas clases asistía Vero y con quien esta nueva profesora venía de mantener una relación. Todo se sabía. Se llamaba Ignacio, físicamente no era gran cosa, pero era hijo de un catedrático. De él sabíamos que era un profesional competente, que viajaba a menudo a Milán y que era un encantador de serpientes.
Una vez encuadrada la escena, no me costó mucho desvelar el misterio del perfume talismán. Se trataba de Acqua di Parma y por aquellos años no era fácil de encontrar ni estaba al alcance de cualquiera.
Hoy el azar me ha llevado hasta el único bar de la calle donde ella vivía y nos conocimos oficialmente. Ha sido al salir cuando me he dado cuenta. Una tarde acababa de recoger a Vero con la moto y, de pronto, tuve que frenar bruscamente porque una pelota saltó por encima de una verja metálica hasta la calzada. Ella descendió, cogió el balón y lo volvió a lanzar por encima de la valla. Se trataba del patio de recreo de un colegio de monjas. Esa pared y esa puerta estaban situadas exactamente frente a la terraza del bar del que yo salía. Eché la vista arriba, hacia las ventanas de un cuarto piso y no pude menos que esbozar una sonrisa y hacerme una serie de interrogantes retóricos… ¿Dónde habrá ido a parar? ¿A qué bendito atraparía…? ¿Será feliz…? Esas cosas.
La calle, sin embargo, urbanísticamente sí había cambiado. Ahora era una vía semi peatonal. El impulso urbano de los años ochenta llegó a estos sitios con cierto agotamiento y escasos recursos económicos, pero sus habitantes eran como sabemos, gentes humildes y agradecidas. Se había habilitado un solo carril para coches y todos los vehículos que antes aparcaban en sus orillas habían desaparecido. Ahora ocupaban un ancho campo cercano que apuntaba vocación de solar. El resto de la superficie estaba pavimentada y salpicada por ocho árboles ornamentales de poca monta y otros tantos bancos metálicos. Las señoras caminaban sin problemas con sus carros hacia un súper instalado en una calle de al lado y los abuelos se contaban historias bajo una sombra imperecedera.