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Seguramente a muchos de los adolescentes que en la década de los ochenta dejaron sus huellas en los álamos del parque, hoy no les cabrían en el pecho, los corazones que grabaron. Por no hablar de los falos cuya envergadura actual seguramente desborda cualquier ilusión que, al efecto, en aquel momento pudieran albergar. Esto también son cosas de la naturaleza, los árboles han crecido y con ellos los testimonios juveniles, que si en su momento fueron discretos, el paso del tiempo los ha convertido en ostentosas, deformadas e imperecederas manifestaciones de sentimientos y anhelos más o menos ocultos, y quién sabe si hoy plasmados en realidad.

De entre todos ellos, me llama poderosamente la atención la de un corazón que año tras año expande su perfil sobre la corteza, pero cuyas grafías un buen día desaparecieron, dejando una mancha imborrable en la piel del chopo boleana. Seguramente en un momento dado apareció la frustración y  con ella el deseo de hacer desaparecer las huellas de una ilusión que, en este caso, no pudo ser.

Tal vez, la persona que lo hizo, a estas alturas ya se ha repuesto del supuesto mal trance. El mismo tiempo que agranda los troncos de los árboles, dejando los corazones a la intemperie es el que, según dicen, todo lo cura o, al menos, lo cicatriza.

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