A los viajes en el autobús de línea a Zaragoza, cuando éstos eran de regreso a Zuera, tengo asociado el descubrimiento del ciprés del Molino. Los últimos kilómetros de la carretera antes de acceder al pueblo aparecían, todavía lo están, una serie de cambios de rasante, y recuerdo que al sobrepasar alguno de ellos aparecía por primera vez a la vista aquel impresionante ciprés, que hoy lo es todavía más.
Eran aquellos momentos gozosos, porque su vista nos anunciaba el ya cercano final del trayecto, después de los inevitables tres cuartos de hora de autobús a los que nos sometía, inclemente, el sosegado y entrañable “Catalán”.
Vuelvo de vez en cuando hasta los pies de este emblemático árbol, por el puro placer de contemplarlo y escuchar el agua en el pequeño salto que sobre la acequia de Candevanía, un día daba vida al molino. Hoy, aunque el molino no funciona, continúa siendo un lugar de referencia de este Zuera que en los últimos años se le ha acercado con nuevas edificaciones.
Después de que Gerardo Diego cantase de manera tan sublime la majestad del ciprés de Silos, no se me ocurre nada mejor que callarme y reproducir su soneto. En su presencia, resulta inevitable evocarlo.
Enhiesto surtidor de sombra y sueño
que acongojas el cielo con tu lanza.
Chorro que a las estrellas casi alcanza
devanado a sí mismo en loco empeño.
Mástil de soledad, prodigio isleño,
flecha de fe, saeta de esperanza.
Hoy llegó a ti, riberas del Arlanza,
peregrina al azar, mi alma sin dueño.
Cuando te vi señero, dulce, firme,
qué ansiedades sentí de diluirme
y ascender como tú, vuelto en cristales,
como tú, negra torre de arduos filos,
ejemplo de delirios verticales,
mudo ciprés en el fervor de Silos.