Hubo un tiempo en que tenía dos teléfonos: el de casa y el del despacho. Cuando aparecieron los primeros portátiles –que no, móviles- me negué en redondo a dotarme de uno porque pensaba que me iba a acelerar la vida y a meterme más presión en el trabajo. Y no me equivocaba. Mientras pude, me resistí. Pero fue pasando el tiempo, el implacable, y el uso de aquellos pesados aparatos que destrozaban los bolsillos de abrigos y cazadoras se fue generalizando, sobre todo en el mundo de la empresa y las instituciones públicas. Me hice con uno. Como me daba vergüenza utilizarlo por la calle, cada vez que sonaba, me adentraba discretamente en algún portal o me situaba a resguardo de las miradas para proteger la privacidad de la conversación y no sentirme observado. Más tarde, mis prejuicios desaparecieron.

Pertenezco a una generación absolutamente desbordada por la aceleración tecnológica.  A pesar de la buena predisposición hacia la innovación y los cambios técnicos, en los cuales veíamos más pros que contras, su desarrollo ha sido – y continúa siendo- tan hiperbólico a lo largo de las últimas décadas, que a la mayor parte de nosotros nos resulta imposible asimilarlo.

Al principio recurríamos a los compañeros de trabajo más especializados o, simplemente, más jóvenes, para salir de los permanentes atascos en los que nos veíamos envueltos. Pero pronto observamos que tanto los informáticos como los jóvenes, en general eran gentes poco pacientes y, como tales, malos pedagogos. Con lo cual, nos fuimos buscando la vida como pudimos intentando adaptarnos al medio y, en la medida de lo posible, continuar siendo contemporáneos. Ahí seguimos. Hoy, asomándonos con todo tipo de reservas por  Twitter,  Facebook,  Youtube, etc…

A pesar de todo, el ritmo de los cambios no nos ha impedido adquirir cierto nivel de destrezas que nos permiten operar, como se decía al inicio de la era informática, “a nivel de usuario”. Una de esas frases que con los años cambia de contenido pero no de sentido. Pero ese solo era el problema tecnológico, el derivado de los avances técnicos. Luego aparecieron las denominadas redes y con ellas todas las transformaciones de índole social,  económico y comunicacional que han terminado por revolucionar la vida y nuestra manera de relacionarnos con el entorno en sus diferentes escalas.

Los polvos de la tecnología y los lodos de las redes sociales

Me acerco a las redes sociales con mesura y cautela, pero estos días pasados de reclusión, supongo que como gran parte de los mortales, he sentido en algunos momentos la tentación de adentrarme por vericuetos que normalmente no frecuento. A mis años, la salud es lo primero. Al entrar en las burbujas de otros, enseguida he podido constatar que son legión los que no ven la vida como yo la veo. Es más, que detestan y odian una buena parte de las cosas, valores y personas que yo quiero y admiro. Eso ya lo sabía porque lo tengo muy experimentado. Sin embargo lo que no podía imaginarme es el nivel de odio y virulencia con el que gentes, desde otras burbujas, se emplean en denigrar y destrozar a todos los que no piensan como ellos. Si no hubiera perdido hace tiempo la capacidad para escandalizarme supongo que perdería hasta el habla, que me quedaría atónito. Sin embargo, me cuesta entender, qué le vamos a hacer, la clase de frustraciones, resentimientos, fobias y fanatismos que albergan algunas personas en su interior para llegar a destilar el veneno que escupen al cobijo del anonimato y la impunidad que, si no median denuncias, proporcionan las redes.

Otra cuestión que he podido constatar dejándome llevar, momentáneamente, por ese apetito curioso que tanto estimulan las susodichas redes es que no siempre los amigos de mis amigos son mis amigos. En cuanto te alejas de territorio aliado con tres o cuatro clics, no tardas en encontrarte con personajes que no solo no son simpáticos sino que se me antojan unos impresentables. Razón por la cual, con muchos modos, vuelvo sobre mis pasos hasta mi zona de confort, mi burbuja, en la cual solamente habita gente que me mira bien, con la que empatizo, y que me hace la vida más agradable con sus likes, sus frases amables o sus emoticones de buen rollo.

Aunque mantenga abierta esa ventana por la que circula una cálida corriente de afectos, me cuidaré mucho de convertirme en un adicto y crearme ningún tipo de dependencia con ese engañoso circo. La ansiedad nunca ha sido saludable. Es cierto que hace tiempo que los emoticones, likes, ¡guapos!, ¡guapas!, etc… forman parte de nuestro marco vital, pero de ahí a pensar que eso es la vida real hay un largo trecho. Personalmente y muy especialmente en estos tiempos extraños, prefiero el contacto directo, el cara a cara, la mirada diáfana, todos esos gestos incomparables que no dan pie a confusión alguna.

Espero que pronto dobleguemos este maldito virus, prescindamos de mascarillas y distancias y podamos volver a sentir el calor de las relaciones personales.

 

 

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