No sabía muy bien en busca de qué recuerdos o sensaciones aparecí ante aquella tosca y desconchada puerta. Tampoco, quién me había transportado hasta aquel escenario al que nunca había deseado volver. Y no porque me asaltaran recuerdos envenenados o gestos ingratos, que los hubo, sino porque nunca le encontré sentido a la nostalgia. Es cierto que alguna vez me abandoné en brazos de la melancolía, pero no buscaba en ellos tanto el consuelo, cuanto el desahogo. El caso es que una vez allí, decidí entrar. Antes de atravesar el umbral, no obstante, dejé deambular la mirada en busca de alguna clave, algún destello que me ayudara a comprender el sentido de mi presencia en aquel lugar, pero no lo hallé. Persistían en el ambiente los ruidos, como entonces, pero éstos eran otros. Aquellos destrozaban mi glotis y roían mis ilusiones, los que ahora percibía simplemente me molestaban. Los árboles, sin embargo, seguían siendo los mismos. Enjutos, viejos y encorvados, todavía entristecían la calle con su lastimero aspecto. Miré las caras de la gente y vi que eran distintas, pero sus dueños se comportaban de igual manera: todos iban de un lado para otro.
En cuanto me adentré por aquél angosto pasillo que no conducía a ninguna parte, me di cuenta de lo que estaba pasando. Pero no sabía por qué. Como si se tratara de un forzado y socorrido sueño, intuía todo lo que en él iba a pasar y a la vez me resultaba imposible sustraerme a la secuencia que se iba a desarrollar. Me hubiera gustado como en aquella película de Woody Allen, atravesar la pantalla y salirme del guión, desairar a aquel espíritu manipulador, quien quiera que fuese. Olía a cerrado, se respiraba humedad y la pintura de las paredes aparecía cuarteada. El último año no repintaron. Debió de cesar la actividad y el local se abandonó a su suerte. Pero aquellos zócalos de verde sombrío todavía conservaban sus cándidos mensajes no encriptados: corazones hendidos, anhelos grafiados y nacientes frustraciones.
Pocos días antes de comenzar el curso, había ido a presentarme y a conocer mi lugar de trabajo. Acababa de terminar la carrera y la ilusión por ganarme la vida y el afán por no defraudar habían desplazado al resto de mis inquietudes. En el diminuto despacho se encontraba sentada una adolescente que ejercía de secretaría y, de pie, junto a ella, dos jóvenes maduras que me fueron presentadas como futuras compañeras. Todo discurrió entre nosotros en un tono amable y cordial. Mientras conversaba, mis ojos ávidos trataban de indagar en qué dirección se hallaban el resto de las instalaciones. No daba crédito a lo que tenía ante mis ojos y pensaba que había una realidad que se me ocultaba o, sencillamente, que no era capaz de apreciar. Cuando salí de aquellos bajos, la estupefacción y la suspicacia habían hecho mella en la línea de flotación de mis valores más sublimes. A la semana siguiente mis temores se confirmaron. Comencé a dar clase en un tugurio carente de espacio, de recursos, de dignidad y de futuro.
Tiré de la manilla de la puerta y entré en un aula. Todo estaba como entonces, pero cubierto de polvo. Al igual que el primer día de curso, cogí un trozo de tiza y atravesé la pizarra de lado a lado con un gran ¿Por qué? Acto seguido, me senté en la última fila y esperé. A medida que fijaba mis pupilas en los pupitres éstos salían de su letargo y parecían cobrar vida. No tardé en escuchar los primeros rumores. Como si fuera la antesala de un concierto, un murmullo de risas y voces fue acolchando la atmósfera de cálidos presagios. Y vislumbré los ojos, las sonrisas y los rostros… Ana, Gabriel, Inés, Diego…Extendí mis manos para alcanzarlos, pero ellos, como seres fantásticos, eludían el contacto, no advertían mi presencia. Yo me sentía un ser extraño en su presencia, no lograba penetrar en aquel ambiente encantado y un profundo sentimiento de frustración se iba adueñando de mi estado de ánimo.
De pronto noté que mi coraza perdía rigidez y se hacía más porosa. Lentamente, comenzaron a aflorar y a evaporarse, uno tras otro, todos los demonios que me habían convertido en un ser escéptico, receloso y desconfiado. Al instante me volví a sentir expectante e invulnerable. Guiado por un poderoso impulso, comencé a desandar un camino que no sabía bien adónde conducía, con la esperanza de ir al encuentro de las voces y las risas de aquellos entrañables seres misteriosos. Apenas sin darme cuenta, me encontré envuelto en una nube multicolor de mariposas que pronunciaban mi nombre.