Aquella noche Sebastián tardó en conciliar el sueño. Acostumbrado como estaba a caer fulminado al contacto con la almohada, el inesperado insomnio supuso para él una insólita experiencia.
Horas antes, había salido del edificio del Estado Mayor, aturdido y con una sensación de vulnerabilidad que nunca antes había experimentado. El miedo y la frustración que sentía habían derivado en un estado de abatimiento tal, que el mundo, de pronto, le parecía un lugar extraño, del que no creía formar parte.
Mientras tanto, la vida nocturna seguía su curso en torno suyo. Ajenos a su desvelo, no tardaron a oírse los primeros ronquidos dentro del pabellón. Sonidos sordos, estridentes, profundos… De vez en cuando, algunas voces cogían altura y mantenían diálogos absurdos con interlocutores ausentes. Sebastián jamás hubiera imaginado que la noche y sus duendes deparasen tan polifónicos espectáculos.
Pero el estrépito de sus pensamientos era tal, que no tardó en poner sordina al coro de balbuceos y fantasías que vagaban por el aire, aprovechando la inconsciencia de sus dueños.
Había sido por la mañana, a la hora del almuerzo, cuando se había presentado en la Compañía un mensajero. A voz en grito, reclamó la presencia de tres reclutas: Antonio Gálvez Gregorio, Emilio Sánchez Rota y Sebastián Antúnez Pedrosa. Todos ellos deberían comparecer en “el Pentágono” a las 13 horas y preguntar por el Teniente Tejedor.
Los aludidos interpelaron al emisario acerca del objeto de la citación, pero éste confesó no saber nada. Los tres jóvenes, sorprendidos, se interrogaron con gesto y mirada. Desconocidos como eran entre sí, trataban de averiguar qué podían tener en común. El hecho de haber sido convocados a la Jefatura donde estaba alojado el alto mando añadía a la sorpresa, cierta inquietud.
Cuando se acercó la hora, absortos en sus conjeturas, se dirigieron en silencio hasta el lugar donde habían sido convocados. Los estaba esperando un ordenanza, quien, sin apenas mediar palabra, los condujo a la antesala de un despacho. Allí permanecieron de pie, durante unos minutos, hasta que se abrió una puerta y apareció el teniente Tejedor.
Se trataba de un hombre no muy alto, delgado y de rostro impersonal. Seguramente, desprovisto del uniforme su aspecto resultaría muy común o incluso, vulgar. Con voz grave y un tono firme que pretendía ser amable, sin apenas preámbulo alguno, les comunicó a los tres reclutas, el objeto de la reunión. El oficial, que pertenecía al SIM (Servicio de Información Militar), estaba allí para recabar los servicios de los tres soldados, mientras durase su estancia en el campamento. En otras palabras, se les estaba requiriendo para que actuaran como espías de sus propios compañeros. Deberían dar cuenta a sus superiores de actitudes o comportamientos que pusieran de manifiesto desafección al ejército, a la moral o a la ortodoxia del régimen.
Cuando el teniente terminó de hablar, el sistema cardiovascular de Sebastián había comenzado a sufrir un espasmo que por un momento pensó que le iba a derribar. Él, convertido en un confidente, pensó, ¡en un chivato…! ¡Jamás!
Mientras el teniente continuaba dando explicaciones, su mente parecía a punto de estallar. Un sudor frío empapó sus sienes, sentía codazos en el pecho y a duras penas podía disimular el temblor de sus piernas en posición de descanso. No se podía callar. Aceptar hubiera sido traicionar sus principios, su educación, su manera de ser. Toda su autoestima estaba a punto de precipitarse por un acantilado. Desde que tuvo uso de razón había intentado dar sentido a su vida acogiéndose a los valores y el ejemplo de sus padres – ¡qué pensaría su padre! ¡por Dios! – de sus amigos y de personas a las cuales quería o admiraba… ¿Cómo iba a entrar en la universidad estigmatizado, manchado…, qué sería de su credibilidad, si el hecho trascendía…? ¿Con qué cara se iba a presentar ante ese mundo que tanto deseaba cambiar?
En apenas dos minutos, vio puesta en cuestión toda su dignidad, su razón de existir.
Al recordar, todavía no sabe de dónde sacó el coraje para dirigirse al oficial.
-Mi teniente…, pero esta encomienda que usted nos hace, ¿tiene carácter voluntario o es obligatoria?
Cuando el teniente le respondió que voluntario, Sebastián se sintió instantáneamente aliviado y se apresuró a decir que, en ese caso, él no aceptaba tal responsabilidad.
Al oír las palabras de Sebastián, toda la prepotencia y la cólera que aquel hombre de aspecto mediocre albergaba en su interior estalló de golpe. Su rostro se descompuso y su cuerpo de contrajo. En medio de una enorme tensión, elevó la voz y mandó cuadrarse a Sebastián. Sus compañeros, en un segundo plano, contemplaban la escena, atemorizados y en silencio.
Con tono firme y amenazante, el teniente Tejedor clavó su mirada en los ojos del soldado y le ordenó de manera tajante, cumplir la detestable misión.
-¡Y que no me entere yo de nada que no me hayas contado tú previamente!
Esas fueron sus últimas palabras, antes de mandarles de vuelta hacia su Compañía.
Los otros dos compañeros habían acatado la orden sin rechistar. No podía saber si por temor a posibles represalias o porque no le daban a la cuestión la trascendencia que para él tenía. Quizás, pensó, incluso aceptaban desempeñarla con agrado. Qué más daba.
Al salir del edificio y en el camino de vuelta, un silencio tenso y turbio se instaló entre Sebastián y sus dos compañeros. A lo largo de los dos meses que duraría el periodo de instrucción, ya no volverían a cruzar entre ellos una mirada neutra. Nunca supo si sus dos compañeros llegaron a ejercer de chivatos o no, pero tampoco le importaba mucho.
Si no se hubiese sentido presa del desánimo, la soledad y de aquel hondo y justificado temor al castigo, su sensación de felicidad hubiera sido inconmensurable. No sólo había sido capaz de plantar cara al poder, al abuso y a la injusticia, sino que, además, aquella experiencia estaba llamada a dejarle una huella feliz e imborrable en la hoja de servicios de su vida.