Estoy sentado en un rincón de la segunda planta desde donde observo la calle silenciosa. Es el lugar de la casa donde la lectura se me hace más grata. Sin embargo, el desorden vital que ha instaurado la pandemia me dificulta sobremanera la concentración. La mirada se me pierde en la loma.

Los pinos que aparecen en su falda fueron plantados hace varias décadas. Hasta entonces e incluso después, durante años, esa ladera mostraba ese color pudoroso y blanquecino que rezuma modestia.  El propio de las tierras de yeso. Un buen día, los árboles comenzaron a emerger como adolescentes en el paisaje urbano y la loma fue cambiando esa cara adusta que siempre había exhibido por otra más amable y sonriente. Apenas sin darme cuenta, comenzó a ejercer sobre mí un cierto poder magnético que me obligaba a mirarla mañana y tarde.

Sin embargo, nunca hasta estos días había apreciado su presencia  como un regalo. Un bálsamo para la vista y la contemplación, pero también una invitación al vuelo. Atardece y el sol, que hoy luce poderoso y radiante, se va tumbando lentamente y pronto se ocultará tras el cerro. A medida que avanza, va recortando en el horizonte cercano los romeros, las aliagas y los pinos. Las últimas y copiosas lluvias han acolchado la tierra y toda la pendiente luce un verde juvenil y esplendoroso. Echo en falta el cielo abierto, los caminos blancos y los ribazos floridos. Deambular por el monte bajo y volver a casa desprendiendo olor a enebro y tomillo.

Y ahora me voy a aplaudir a toda esa gente que nos está protegiendo y a conversar con los vecinos.

1 de abril de 2020

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *