Son múltiples los estímulos que me atraparon en cuanto me introduje en la lectura de “El infinito en un junco”. Me decidí no tanto por la resonancia mediática que en poco tiempo alcanzó su publicación, cuanto por la sugerencia de dos amigas, ambas cualificadas lectoras. Algo me deben conocer cuando decidieron ponerme sobre la pista. Y no se equivocaron.

Apenas había avanzado unas páginas, me sentí seducido por la prosa diáfana, las frases concisas y el  pulido estilo de la autora. No tardaron en sorprenderme las bellas imágenes con las que salpica e ilumina su relato, testimonios elocuentes de su incondicional amor por el lenguaje. Y envolviéndolo todo, una sosegada naturalidad que no solo facilita su lectura y atiza su interés, sino que aflora el esmero con el que Irene Vallejo se entrega a la escritura. Creo que no he encontrado a lo largo de todo el texto una frase vulgar, un comentario inoportuno o una secuencia que no fuera pertinente. Su obra se me antoja un edificio en el cual, materiales, diseño y funcionalidad han sido armonizados con tal maestría que su sola contemplación genera sensación de bienestar.

El deleite que me ha proporcionado su lectura, no obstante, radica tanto en las formas como es su contenido. Amante como soy de la historia y muy particularmente del periodo clásico, gustosamente me he dejado arrastrar de la mano de la autora. Juntos hemos recorrido míticos territorios y fantásticas ciudades cargadas de evocaciones y misterio, hitos todos que marcaron la evolución de la escritura y forman parte de la médula de nuestra civilización.  Mesopotamia, Atenas, Egipto, Alejandría, Pérgamo, Biblos…, Roma.

El rigor narrativo con el que está construida la obra está preñado a su vez de anécdotas y testimonios que Irene Vallejo pone al alcance del lector, convenientemente contextualizados. De esta forma nos facilita la compresión de cualquier tipo de personaje, situación o acontecimiento.

Son así mismo frecuentes los paralelismos y las equiparaciones que la escritora establece entre aquellas épocas ya remotas y nuestro mundo contemporáneo. No en vano es el devenir del hombre el que late tras ese flujo de encuentros y tropiezos que históricamente vienen significando los libros. Todo está contenido en ellos, las ideas, los sueños, la ciencia, las pasiones, las leyes… Sin duda, su historia es una parte importante de los avatares de nuestra propia historia.

Irene Vallejo está enamorada de las palabras, de su origen, su etimología y las peripecias que sufren sus significados. Sirviéndose de ellas, en cada párrafo, compone ajustados puzles cuya lectura nos transportan tanto a otras épocas y escenarios como al interior de nosotros mismos. Son ellas el instrumento del que nos servimos tanto para comunicarnos y comprender el entorno como para indagar en nuestro propio ser.

Ese combinado de abstracción, aire y gesticulación, convenientemente articulado, pone rostro a las ideas y emociones que nos atan con el exterior. Es el deseo de forjar y estabilizar los vínculos con los otros lo que lleva a convertir los sonidos en grafías y signos. Símbolos que al ser descodificados formatearán el saber, los sentimientos y todo aquello que la naturaleza humana es capaz de concebir.

El infinito en un junco nos habla de la historia, de los libros, pero contiene en su interior un verdadero homenaje a esas palabras. Estén grafiadas en barro, en papiro, pergamino o papel. Hoy seguimos enganchados a sus ademanes a través de modernos soportes y luminosas pantallas desde donde continúan desatando polémicas y estableciendo vínculos.

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