En un rincón cercano a mi casa, hay un orondo reloj que yace inerte desde hace varios años. En realidad lo que allí permanece ya no es un reloj, sino el testimonio de que lo fue. De él solo queda la esfera metálica que lo envolvía y el largo vástago que todavía lo sostiene. Cuando paso a su lado, tras aparcar la sensación de abandono que me produce contemplarlo, se me antoja un impertérrito y corpulento monóculo. La lente de un ojo ciego que permanece ajeno a cuanto acontece a su alrededor.
Si marcase las horas, se sentiría más útil e implicado, más integrado en el entorno, más querido. Vecinos y transeúntes tendrían en él un referente, un faro luminoso y sonriente. Incluso las madres velarían la vuelta a casa de sus hijos, reloj mediante. Cuando estos crecieran, pasaría a formar parte de sus recuerdos entrañables. Guardarían su imagen asociada a la puntualidad, a los gritos gozosos, a los espacios de juego. También a la inquietud que generan los injustificables retrasos.
También puedes poner la escultura de una cara gigante, que es la que lleva el lente
Con un ojo que no sea ciego – de preferencia :)