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Alguien me comentó, atravesado ya el ecuador de las fiestas, que había gente interesada en propagar que el programa había sido elaborado por la Corporación anterior. La persona que me hizo el comentario temía que el rumor adquiriese visos de credibilidad y dejaba, a su vez, entrever la mezquina intención de quienes pudiesen haber lanzado dicho bulo. Sin embargo, a mí se me antojó aquella hipotética idea, un vano intento, una especie de “prueba del algodón”. La muestra inequívoca de que quienes las organizaron realmente habían dado en el clavo. A veces sucede que la existencia de determinados focos de descontento o contrariedad nos viene a ratificar el acierto de las decisiones que adoptamos. Les otorgan trascendencia.
Aparte de las anécdotas y por encima de cualquier otro tipo de consideración, la principal, la más relevante información que nos ha transmitido este año el desarrollo de las fiestas es que algo ha cambiado. Y la respuesta ha sido contundente. Una hábil combinación de recursos, riesgo y memoria han sido suficientes para volver a desatar las emociones de manera tan intensa y generalizada como en “aquellos maravillosos años”. Y perdón por esta concesión a la nostalgia. En este caso tenía sentido mirar hacia atrás para propiciar un salto hacia delante y volver a depositar la confianza en aquellas personas que mejor conocen el latir de Zuera, cuando se trata de organizar la fiesta. La fiesta para todos.
Cuando las cosas cambian promueven una agitación en el cuerpo social que a menudo se traduce en un cambio de actitud, de estado mental o, simplemente, de perspectiva. Y ya se sabe lo qué ocurre cuando se cambia de perspectiva: que se obtiene una visión distinta de la misma realidad. Estamos hablando de las fiestas, un tema aparentemente menor dentro del duro y complicado calendario al que tenemos que hacer frente a diario, pero que no debe ser en modo alguno minusvalorado ni, mucho menos banalizado. Las personas que han organizado los festejos este año, han demostrado ser conocedores del potencial de eclosión que posee el municipio y han sabido activarlo con la prudencia que exigía el momento económico, pero con olfato y acierto.

Y algunos de nosotros, también…

Entre los múltiples inconvenientes que nos genera el paso del tiempo, emergen también algunas ventajas que convenientemente gestionadas, pueden actuar como fuentes de compensación. Me refiero al inevitable tránsito del papel de protagonista, ocupado inexcusablemente por los jóvenes, al de actor de reparto que, tarde o temprano, desemboca en el de mero figurante. Una de las prerrogativas que confieren estos dos últimos roles es la posibilidad de mejorar nuestra capacidad de observación. Lo cual implica, siquiera mentalmente, abandonar el cuerpo a cuerpo y adoptar una distancia más acorde con el nuevo estatus.

Observar es más que mirar. Al hacerlo descomponemos, intuimos y deducimos. Descubrimos el sonido implícito e invisible que palpita bajo los ruidos, los gestos y las miradas. Intentamos asomarnos a aquel lugar del corazón donde habitan los sueños y las ilusiones y se retuercen los desafectos y las frustraciones. Al observar he creído entender que, por supuesto, no todo han sido aciertos en el acontecer de las fiestas, pero también que la marea de la ilusión, hecha de reencuentro, sorpresa y desagravio… se ha ido adueñando progresivamente de las corrientes subyacentes de escepticismo hasta anular por completo sus posibles efectos. En conclusión: un buen bautismo festivo.

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