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Me gusta contemplar el río en cualquier época del año, y de hecho, acostumbro a hacerlo casi todas las semanas. Suelo acercarme a sus orillas a través del parque del Gállego, desde donde se contempla su cara más civilizada. Sin embargo me resulta más placentero y sugerente adentrarme entre la maleza de sus riberas más asilvestradas, seguramente porque de esta forma siento el contacto con la naturaleza de manera más explícita. Esta mañana, por ejemplo, lucía un sol tibio que acentuaba las sensaciones otoñales y ofrecía unos juegos de luces que sólo es posible contemplar en esta estación del año. Es un verdadero lujo tener tan a nuestro alcance un lugar tan rico en vegetación, colores y sonidos naturales. En esta ocasión había que añadir la humedad ambiente. En esta tierra llueve poco y siempre que lo hace procuro no perder la oportunidad de salir al encuentro de los múltiples olores que sólo hacen acto de presencia tras el paso de la lluvia. Hoy los que estaban más aparentes eran los de los chopos, las zarzas y los tamarices y aquellos otros, mezcla de anís y regaliz que delatan la inequívoca presencia del hinojo. Me considero un afortunado al poder disfrutar de semejante sensación de bienestar tan a menudo, con tan poco esfuerzo y por un precio tan asequible.

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